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Dios se llamaba José Miguel Echávarri

Sin José Miguel Echávarri, la historia del ciclismo no sería la que es. Hoy es un hombre de 77 años cuyo recuerdo siempre resulta conmovedor. 

 

Hace poco Celestino Prieto me contó que le envió una de mis entrevistas a José Miguel Echávarri:

-Se emocionó al leerla -me dijo.

Desde entonces, tengo una asignatura pendiente: la de escribir o la de entrevistar a Echávarri si es que él está conforme. Pero, antes de hablar con él,  deseaba escribir de él, porque en mi memoria  José Miguel Echávarri siempre será el mejor.

Echávarri fue el padre del Reynolds, que es como un libro de historia. Pero, por encima de todo, fue un catedrático de la palabra que sabía resumir en un minuto lo que los demás pensábamos en una hora. Y hoy la nostalgia se impone al pensar en él que ya es un señor de 77 años que, por lo visto, aún sigue montando en bicicleta en Navarra, por las carreteras de Estella, donde cuenta que nunca escribirá su biografía, que no hace falta.

– Los libros tienen que servir para dar lecciones o para explicar milagros: yo no hice ningún milagro.

Echávarri pasó a la historia como el descubridor de Delgado y de Indurain. Pero, por encima de todo, fue un hombre que desconfiaba de las utopías. Que iba a todas partes diciendo que los desconocidos también merecen ser conocidos y que no decía ‘esto es imposible’ a nadie. Cuando alguien le contaba, ‘mire usted, José Miguel, esta noche he soñado con ganar el Tour’, él nunca le respondió que no, porque “no soy quién para destruir los sueños de nadie”, justificaba, “y, además, por una noche todos merecemos creer que los Reyes Magos también existen”.

Ése fue José Miguel Echavarri: el hombre capaz de programar hasta los dolores de cabeza.

– Un triunfo, sea el que sea, puede ser bonito, pero nunca será fácil. No hay alegría importante si no pagas un tributo.

Para mí, Echavarri siempre será como un ángel caído del cielo. Yo pertenezco a otra generación.  Pero recuerdo que uno tenía casi más interés en escucharle a él que a los ciclistas. Echávarri era como un profesor de literatura que siempre ponía la palabra en su sitio. Un hombre  capaz de hablarte de Aristoteles y de no aburrirte. Y un hombre que supo irse antes de aburrirse o de que nos aburriesemos de él.

Y es verdad que ha pasado mucho tiempo desde que se marchó en 2008. Pero la realidad es que escribir de él sigue siendo reparador. Han pasado más de 40 años desde el Tour de Francia de 1983 cuando aparecieron Ángel Arroyo y Pedro Delgado que se atrevieron a luchar por la victoria. Y llenaron la carretera de motivos en los Alpes, en los Pirineos, por las mañanas, por las noches, a todas horas.

Y el hombre que no desconfió de sus sueños, el hombre que les dijo, ‘chicos, claro que es posible’, fue José Miguel Echávarri. Desde entonces, los años han pasado muy rápido. Los equipos ya no duermen en colegios como dormían entonces. Las habitaciones tampoco están separadas por cortinas como lo estaban entonces.  Y ya no se escuchan a gregarios como Anastasio Greciano en el 83 que lavaba a mano los maillots y que se levantaba diciendo como si fuese la letra de una canción de Serrat: “más duro que el ciclismo es el andamio”.

José Miguel Echávarri entonces se acercaba a él y le decía:

-Lleva usted razón.

Y escuchar a Echavarri era como escuchar a Dios.

Al menos, esa sensación me ha quedado para siempre. Y por eso recordarlo es cumplir con la historia. Porque la gente, en general, se acuerda de los deportistas pero se olvida de los maestros que los enseñaron.

Y yo no deseo repetir ese error.


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