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Murió el día de la Constitución a los 32 años “al ataque y de repente”

Hoy hace 21 años que se marchó para siempre José María Jiménez, el Chava. Un ciclista y un hombre que fue diferente a todo. 

 

La culpa no fue del tráfico, sino del destino. Aquel día de la Constitución en Madrid en el que hacía tanto frío. Cuando llegó la asistencia del Samur ya no había nada que hacer. El corazón de aquel hombre de 32 años había dejado de latir. En alguna parte estaba escrito que José María Chava Jiménez (El Barraco, 1971) tenía que morir así, encerrado entre cuatro paredes, alejado del mundo, demasiado joven y con un aspecto insumiso, próximo a los 120 kilos para un hombre como él, que en su época de competición no superaba los 70.

Fue el precio que pagó su cuerpo, aniquilado por los excesos. Fue una noche del 6 de diciembre de hace 21 años en la que, según explicó Azucena, su esposa, el corazón del Chava se rindió mientras enseñaba unas fotografías a sus compañeros en la clínica psiquiátrica San Miguel de la calle Arturo Soria. Cuánto poder tiene la nostalgia.

Nadie hubiese sido más duro, imposible ser más cruel con un hombre que, en el ocaso, todavía conservaba aquellos arranques de genialidad que David Navas nunca olvidará. Una semana antes de morir, Chava le llamó, desde la clínica, con esa energía de los buenos tiempos y le dijo que tenía ganas de volver a ser el de antes. Es más, le pidió que le preguntase “a José Miguel si hay algo en el futuro, que quiero volver”.

José Miguel era José Miguel Echavarri, ese hombre que domesticó la sabiduría. El líder de aquel Banesto que antes fue Reynolds y que, en toda su vida en el ciclismo, jamás conoció a un ciclista como Chava Jiménez. “Pero es que Chava era algo más que un ciclista, era un genio”. Uno de esos tipos incapaces de pronosticar en las montañas como aquel día en el Angliru, gobernado por la niebla, en el que él apareció de la nada por delante de Pavel Tonkov. Y no nos sorprendió ni a nosotros ni al locutor de TVE, Pedro González, que ya sabía que el Chava era el mismo ciclista que nunca iba a ganar una gran vuelta. No sentía esa tentación que otros convirtieron en una exigencia.

Pero él no era así. Ni siquiera en aquella Vuelta a España del 98 en la que ganó cinco etapas y pareció el mejor del mundo en todos los sitios menos en la clasificación general. Pero Chava nunca se arrepintió de nada. Tuvo esa ventaja. La misma ventaja de que el mundo le aceptase tal y como era. Nadie cometió el error de reclamarle nunca lo que no ganó. Todo eso se demostró en sus contratos con Banesto, que en aquella época superaron los 750.000 euros anuales. Incluso una vez que se perdieron las opciones de volver a verle.

Fue el drama del Chava, que acabó en una clínica psiquiátrica, alejado de todos. Hasta de nosotros mismos, que le imaginábamos aquel invierno en la finca que se compró en Pedro Bernardo (Ávila) conduciendo ese magnífico BMW que se compró nada más verlo en el escaparate. Pero no. La diferencia es que ese tiempo no se retransmitió en ninguna televisión y fue mejor así.

El mito estaba devorado por una depresión bajo las órdenes de su psiquiatra de que “el Chava no cogiese el teléfono a nadie para que no se pusiese nervioso”. A cambio, nos queda el recuerdo de un gran ciclista, capaz de ganar tres etapas en la última Vuelta a España que corrió un año antes de morir. La duda de si podía haber sido el mejor. El precio de explicar que no pudo ser. Porque entonces no hablaríamos del Chava ni de su esclavitud por los excesos ni de su incapacidad para hacer las paces con el término medio.

A los ojos del público, Chava representaba lo mejor y lo peor. Los besos en el podio y las derrotas de la clase media, capaz de desafiar al dinero, “que ya no me hace ilusión”. Sin querer, anunciaba el trágico destino que le vio morir hace 21 años, perplejo en una clínica de desintoxicación. “Cuando estoy bien creo que soy el mejor del mundo, pero cuando me duele una muela creo que me estoy muriendo”.

De hecho, la última noche antes de morir, en la última conversación por teléfono con su mujer y su madre, Chava se quejó de que le dolía una muela. Pero la diferencia es que ese dolor ya no tuvo solución en las montañas. El destino no le consintió más oportunidades. Fue su manera de deshacerse de él.

Desde entonces, han pasado 21 años, en los que el recuerdo de José María Jiménez acentúa la nostalgia. El 6 de diciembre de 2003, el mismo día de su entierro, su madre le resumió mejor que lo hubiese hecho ningún escritor: “Mi hijo ha muerto como vivió, al ataque y de repente”.

Por eso no hubo ecuación posible. Él todavía sería un hombre relativamente joven. Tendría 53 años. Pero hay cosas que no pueden ser porque no todos tienen la capacidad de envejecer o de plantar cara al paso del tiempo. Y el Chaba probablemente ni siquiera quería hacerlo. Así que morir tan pronto tal vez fue su liberación o el precio de ser un genio, lo que tal vez no seamos ninguno de nosotros.


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